A raíz de otra perdida sentimental, me volvió a asaltar la idea, y es que nunca entendí por qué, alguien como yo, que siempre creyó en el amor por encima de todo, que siempre creyó en la bienhallada idea de un amor universal que lo pueda todo, en dar todo sin querer nada a cambio, había fracasado estrepitosamente en tantas ocasiones.
Fue por ese motivo, que decidí una tarde otoño preguntarle a un amigo, quien en toda su vida sólo ha necesitado una relación para encontrar y conservar el amor durante largos veinte años ya.
Conduje hasta su casa a orillas del Mar Cantábrico, en la villa de Luanco, y allí le encontré.
– Hector – le llamé-, hace tiempo que necesito preguntarte algo….¿cómo conservas tú el amor?
Hector soltó una leve carcajada de sorpresa, y me miró con ternura.
– Ven, vamos hasta la playa que quiero enseñarte algo.
Una vez allí, pudimos gozar de la tranquilidad de la arena fría del otoño, de la playa de entretiempo, cuando el bañista deja lugar a quien busca el rumor de las olas, el levísimo crepitar de la arena bajo los pies desnudos, y una brisa que azota los pensamientos más allá del horizonte divisado.
– Coge un puñado de arena y muéstramelo.
Extrañado ante la petición, me situé a su lado, con la vista centrada en la palma de mi mano, ocultada ahora por una pequeña porción de playa.
– Si quieres conservar la arena que tienes en tu mano para siempre, ¿qué haces? -me dijo-
Cerré el puño con la intención de proteger la arena que se encontraba azotada por la brisa y que poco a poco, hacía que resbalara por los bordes de mi palma. Así que pensando que tal vez me quedara sin ella, apreté con más fuerza.
Hector sonrío entonces, satisfecho.
– Abre ahora la mano – me dijo-
Y al hacerlo, – ¡No hay arena!, ¿Cómo es posible?
– En tu afán por conservar la arena en tu mano, apretabas tan fuerte que no eras consciente que la arena no sólo se puede escapar por los bordes de la palma, si no también filtrarse por las rendijas que existen entre tus dedos. Y cuando apretaste, fuiste tú quien expulsó los granos de arena, fuiste tú quien los empujó irremediablemente hacia fuera, y al final….los perdiste.
Sonriendo, Hector me pidió que volviera a coger un puñado de arena.
– Ahora crea la forma de un cuenco con tu palma, no te asustes por la brisa, no tengas miedo de las inclemencias, y piensa, mientras sujetamos así la arena, podemos admirarla, podríamos protegerla con nuestra otra mano, si la brisa se convierte en tempestad, la mantendremos junto a nosotros por el tiempo que queramos, y ante todo, nunca la estaremos presionando para que se vaya.
No dejé de mirar desconcertado durante varias veces la arena que seguía en la palma de mi mano y a Héctor, mientras la brisa removía mis pensamientos, hasta que lo comprendí todo y sonreí.
No pueden las perdidas cancelar nuestra capacidad de amar.
Me gusta mucho esta parábola de la arena y el amor, a veces el exceso hace escapar lo que amamos.
Muy bien narrado, Mirlowe.
Un abrazo.
Leo